Las doce y media. La música no era del todo mala, el alcohol a buen precio y bueno, el ambiente algo cargado por el tabaco y tú y yo hablando de banalidades en un garito de ambiente. Chicos por un lado, chicas por el otro y nosotros dos, amigo y amiga, en medio de aquel crisol de amor libre.
Entraron juntas pero no revueltas. Totalmente diferentes, poco o nada en común. La primera decidida y conociendo el terreno, vaqueros ajustados, top negro y una ligera cazadora para el frio de finales de agosto. La segunda con una tímida sonrisa, con un minúsculo bolsito colgado del hombro, un vaporoso vestido blanco que apenas cubría unos dedos de sus piernas y unas pequeñas sandalias dejando al descubierto sus pies.
El contraste entre ellas llamó mi atención desde que entraron por la puerta. Las dos bellísimas, puede que las chicas más guapas del local; las dos jovencísimas, apenas tendrían veinte años; sin embargo, su actitud y su ropa era tan diferente, que hacía difícil comprender los motivos que las llevaron a entrar juntas.
La primera saluda animadamente a uno de los grupos de chicas del fondo del bar. Besos aquí y allá, algún que otro pico, sonrisas cómplices y risas. La segunda se queda en un segundo plano, no se acerca. Es la nueva, desconoce el local y desconoce al grupo, no está en su ambiente. Ellas son de vaquero y camiseta, deportivas y reloj digital, mochila al hombro y calimocho, pelo revuelto y tatuaje; ella es de ropa cuidada y delicada, de complemento a juego y anillo de Tous, de Coca-Cola sin ron y cada pelo en su sitio.
Solo es amiga de la primera, solo está allí como acompañante. Parece que se han conocido hace poco, puede que apenas hace unas horas. Es probable que por Internet, en un chat o en una red social. La segunda no quita sus ojos de la primera. Observa como besa a una, como habla con otra, como bebe de la copa de la tercera. Se la ve nerviosa y se ruboriza cuando las amigas de la primera dirigen su mirada hacía ella. Baja la mirada, esquiva otras, busca donde refugiarse pero es blanco fácil de las miradas inquisitorias de las amigas de la primera.
Se dirige hacia ella y hablan entre sí. Cada gesto de la chica vestida de blanco es una muestra más de nerviosismo. Parece que está haciendo algo prohibido, que está en un lugar donde sabe que no debe estar, pero donde desea estar. Parece que rompe reglas al entrar en ese garito de ambiente y juntarse a un grupo solo de chicas. Reglas impuestas por su familia, por sus padres de misa de domingos y voto popular, por su educación con las monjas, por sus amigos y amigas y sus chistes de mariquitas.
El modo de mirar a su amiga transmite deseo y temor al mismo tiempo. Quiere hacer algo, decirla algo…puede que besarla, a lo mejor solo un pico, a lo mejor un beso lleno de pasión, a lo mejor susurrarla cuanto la desea o cuanto la quiere. Los nervios la atenazan el estómago, bloquen sus palabras. Lo que en su cabeza era un discurso coherente y perfecto, se atasca en sus labios y apenas es capaz de balbucear pequeños sonidos que se pierden entre la música de Shakira y lo último de Bisbal.
Se siente saturada por todas las novedades. Venció su miedo a quedar con ella tras semanas de charlas en el Messenger, se sintió excitada cuando se vestía para su cita, su mirada se ilumino cuando, ligeramente tarde, la vio doblar la esquina. Fue la mujer más feliz del mundo cuando sintió sus labios en sus mejillas y no dejo de sonreír en cada minuto de aquella ansiada cita, que no tuvo el final deseado porque ella la convenció de ir a un sitio de ambiente, al garito donde estaban sus amigas, a un lugar donde nunca había estado y donde dejaría de controlar las pocas cosas que podía controlar y donde sus miedos se dispararon a la vez. Miedo a ser vista por alguna amigo entrando en un sitio de ambiente, miedo a ser rechazada por su nueva amiga, a cometer algún pecado, miedo a lo nuevo, a lo misterioso, a lo excitante, miedo a ser feliz y miedo a vivir su vida como ella la entendía y no como otros querían que la entendiese.
De golpe, sin previo aviso, se acercó a ella. Un ligero toque en su hombro y una charla rápida, sin apenas contenido para darla dos besos y poner fin a su deliciosa locura que la había hecho flotar durante semanas e ilusionarla como nada lo había hecho antes.